28 de septiembre de 2011

¿Razones o corazones?


A menudo hablamos del corazón como si de un loco aventurero se tratara. Pero a la luz de la ciencia, el corazón aparece cada vez más como un verdadero sistema inteligente.

Hablamos y hablamos, aunque en realidad no decimos nada porque lo que sucede verdaderamente se encuentra en planos más sutiles: el lenguaje no verbal, la energía que emanamos, las intenciones y motivaciones profundas. Sin embargo, necesitamos de las palabras para comunicar y dar sentido y contexto a la experiencia. La realidad no se desprende directamente de estas, sino de las maneras que utilizamos para explicarlas y comunicarnos mediante ellas. Wittgenstein, el filósofo vienés, acarició esta idea al decir que la palabra no era la cosa y que para interpretarla era necesario contextualizarla y entender su función. En una línea parecida, J. L. Austin recuerda que con las palabras no solo decimos, sino que hacemos cosas, jugamos con ellas con el propósito de influenciar en los demás.

"El coraje supone un acto de amor hacia uno mismo y hacia la vida. Porque amamos somos bravos y no a la inversa"

Todo esto, empero, no significa que las palabras sean poca cosa. Cada una de ellas llega a las diferentes estructuras nerviosas y orgánicas, y posee el poder de alterar el estado bioquímico del organismo, así como construir o reconstruir redes neuronales que permitan procesar la información de forma saludable. Las palabras impactan en nuestro cerebro, resguardadas en nuestra memoria semántica y episódica. Una sola palabra puede bastar para despertar esas memorias y actuar como estímulo disparador de recuerdos y emociones. Vamos a ocuparnos de tres de ellas, cuya composición se deriva del corazón: coraza, decoro y coraje.

Coraza – "El humor es la gran coraza con la que uno se defiende de este valle de lágrimas" (Camilo José Cela)
La función de la coraza es sobradamente conocida en la lucha: proteger las partes más sensibles que pueden ser mortalmente dañadas en un combate. También es la concha que cubre a algunos animales, como las tortugas. No obstante, desde una perspectiva psicológica la coraza simboliza la protección contra las posibles heridas del corazón.

Es conocida nuestra tendencia a acudir siempre a lo mental cuando presentimos que se avecinan el dolor y el miedo. La creencia de que no vamos a soportar según qué circunstancias hirientes acarrea tres tipos de respuesta: la evasión, la protesta y el exceso de raciocinio.

A menudo, darles vueltas a las cosas solo tiene por objeto evitar adentrarse en las profundidades de lo que duele. De ahí la inutilidad de preguntarse tantas veces: ¿por qué?, ¿por qué?

Hay dos maneras, al menos, de abandonar ese caparazón de dureza que no permite al corazón expandirse plenamente. La primera es permitir que el dolor se exprese, en lugar de reprimirlo. El miedo a no poderlo soportar o la vergüenza de hacerlo ante los demás solo es una creencia. El corazón descansa y respira cuando se bate sin ataduras. La otra manera es generando confianza, es decir, aprendiendo a confiar en su sabiduría.

La neurocardiología admite la existencia de una red de más de 40.000 neuronas relacionadas entre sí formando lo que han llamado el "cerebro cardiaco". Es tal la sofisticación de este cerebro que se ha comprobado que provee al corazón de la capacidad de sentir independientemente; por tanto, capacidad de procesar (aprendizaje), almacenar información (memoria) y tomar decisiones. En esencia, el corazón aparece ahora a la luz de la ciencia como un sistema inteligente.

Decoro – "La sed por el oro socava el decoro" (anónimo)
La expresión parece haber entrado en desuso, aunque el "decoro" sigue siendo una demanda de la conducta social. Según las definiciones formales, podríamos llamar decoro a la dignidad en el comportamiento y el aspecto. Dicha dignidad no consiste en una pose, lo que devendría decoración, sino en una actitud de hacer las cosas de forma autentica y armónica. Dicho de otro modo, hacerlas de corazón.

El decoro se basa en la bondad innata del corazón. Todo acto nacido en esa bondad no puede, ni quiera otra cosa, que no sea lo bello. La belleza adquiere dimensión cuando es contemplada desde el alma, en una percepción que trasciende la vista y la forma. Ante lo que realmente es bello, invisiblemente bello, nos sentimos arrebatados, dulcemente sacudidos en nuestro interior. Allí se despierta una contemplación que nos deja sin palabras.

El decoro que se limita a lo estético deviene escenario y convierte en actores a sus protagonistas. Lo que nace del corazón es una caricia de autenticidad, digna, y sobre todo amable hacia los demás. Tal vez sea la amabilidad la perfección del decoro.

Coraje – "Tres facultades hay en el hombre: la razón, que esclarece y domina; el coraje o ánimo, que actúa, y los sentidos, que obedecen" (Platón)

Solemos implorar coraje como llamada al valor de soportar adversidades. Así como a los guerreros se les exigía bravura, a nuestros conflictos cotidianos y a la lucha contra nuestros miedos se nos propone que tengamos perseverancia, palabra que viene del griego proskartere, que literalmente significa ser intensivamente fuerte, soportar, permanecer de pie bajo cualquier circunstancia de sufrimiento.

En el ideograma chino y japonés, la palabra coraje quiere decir el amor que causa la habilidad de ser bravo. Al sugerir una actitud con coraje, no estamos haciendo una llamada a la valentía, ni a una fuerza extrema, ni muchos menos resignación alguna ante el sufrimiento. En realidad, estamos soplando al corazón para que adquiera su fuego natural, en un acto de amor hacia uno mismo y hacia la vida. Porque amamos, somos bravos, y no a la inversa. Solo así pueden entenderse los gestos y las gestas extraordinarias que han conseguido muchas personas nada sospechosas de ocultar un ardido guerrero.

Dejarnos llevar por el corazón – "Los que de corazón se quieren solo con el corazón se hablan" (Francisco de Quevedo)
Como hemos visto, hay palabras con corazón aunque lo que interesa en el fondo es el corazón de las palabras, es decir, de dónde emergen cuando son pronunciadas. Más allá de las etimologías, de los usos del lenguaje y el contexto en el que se expresan, las palabras tienen sonoridad porque nacen en un vientre energético que las hace resonar. Pertenecen al sentir de nuestro interior, al estado de un organismo que respira y vibra según le late el corazón.

A menudo hablamos de los caprichos del corazón como si de un loco aventurero se tratara, cuando en realidad es un sistema de inteligencia existencial. A diferencia del sofisticado complejo mental, el corazón guarda esencias imposibles de descifrar porque pertenecen al más allá de uno mismo. Es nuestra fuente de alimentación, el conector de una red invisible de interdependencias que crea un campo indestructible e imperecedero como es el amor. Si no nos dejamos llevar por sus manifestaciones sutiles y misteriosas, poco vamos a comprender este mundo. Mejor entonces dejarnos llevar por el corazón, por las expresiones que nacen en su regazo. A menudo nos deja sin palabras.

Amar sin ataduras

1. Libros
- 'Donde el corazón te lleve', de Susanna Tamaro. Seix Barral.
- 'El corazón de Buda', de Chogyam Trungpa. MTM.
- 'El campo', de Lynne Mc Taggart. Sirio.

2. Películas
- 'Los amantes del Círculo Polar', de Julio Medem. Sogetel.
- 'El amor en los tiempos de cólera', de Mike Newell. New Line Cinema.
- 'Cadena de favores', de Mimi Leder. Warner Bross.

Tomado de El País - XAVIER GUIX 04/09/2011

25 de septiembre de 2011

Marionetas del deseo


Llenamos la vida con distracciones, pero seguimos insatisfechos. El deseo nos esclaviza. Si es nuestro motor, ¿cómo nos ponemos al volante?
 
El deseo tiene una dinámica en la que siempre hay un punto de insatisfacción. Gisela Zuniga, autora y terapista alemana, explica cómo esta dinámica nos atrapa: "El ser humano ha permitido que lo desvíen de lo auténtico y que la multiplicidad lo seduzca y se apropie de él. Placeres y posibilidades ilimitados corren en su dirección como un torrente y se enseñorean de él". Si convertimos la vida en una continua expectativa, en una continua demanda, nuestra agonía crece incesante e incansable.

"Mi mujer cada semana necesita comprarse ropa nueva porque así se siente mejor. ¿Es normal?

LA INSATISFACCIÓN DE TENER – " La  mente adopta la forma del objeto que  contempla" (B. K. S. Iyengar)
El director del departamento de decoración y muebles de unos grandes almacenes me comentó alguna vez que cada semana veía entrar a las mismas personas llevándose bolsas cargadas de objetos y se preguntaba dónde los ponían. Era testigo de la compra compulsiva de multitud de personas.

En una ocasión, un señor llamó al programa de radio en el que colaboro, el día que tratamos la adicción a la novedad. Explicó lo siguiente: "Mi mujer cada semana necesita comprarse ropa nueva porque así se siente mejor. ¿Es normal? Ya no nos cabe la ropa en los armarios".

Esta mujer compra por aburrimiento, por incomodidad consigo misma, por obsesión con el cuerpo y para impresionar y agradar a otro. Gasta sin responsabilidad. Vive en la superficialidad "del traje", no en la esencia del ser.
Del mismo modo, empleamos el tiempo para distraernos y no para construir creativamente. Si sintiéramos la cercanía de la muerte y estos fueran nuestros últimos días, nos dedicaríamos a algo más esencial y significativo.

Una mujer me manifestó su preocupación porque sus hijos siempre piden comprar los nuevos tipos de galletas, de yogur, etcétera. La publicidad les convence de que se trata de algo nuevo, pero son los mismos productos de siempre. Lo que cambia es el envoltorio. Sus hijos adquieren estos productos que luego se quedan en la nevera y la mujer se pregunta qué hacer.

¿Qué sociedad hemos construido para que, teniendo tanto -probablemente más que nunca-, continuemos tan insatisfechos? ¿Qué es lo que hace que nuestra insatisfacción siga aumentando? Es una grandísima pregunta.

Vivimos en la cultura del tener, en la que corremos tras los logros, el poder, las posesiones, las personas, los objetos y las modas. Llega un momento en el que no sabemos hacia dónde corremos ni cuál es el sentido, ya que seguimos en una insatisfacción permanente.

Nuestros espacios son cada vez más pequeños y abarrotados de cosas. Espacios pequeños no solo a nivel físico, sino también a nivel interno: no nos queda espacio para pensar ni sentir desde el ser. Mientras la mente está abarrotada de pensamientos y de deseos, no hay espacio para la inspiración ni para la creatividad. Nos falta el espacio interior que permita un fluir de energía creativa. Solo cuando creamos y vivimos de dentro a fuera llenamos nuestra vida de sentido.

El problema surge cuando los deseos pasajeros nos distraen de nuestro propósito esencial. Luego sentimos culpa por el tiempo perdido y el dinero malgastado. Y de este modo se perpetúa nuestro malestar. Zuniga lo define así: "Desesperado, el hombre vive su vida a la carrera, como un hámster subido a su rueda. Es tal la velocidad a la que lo hace que apenas si tiene tiempo para cobrar aliento. El hombre no vive. Lo viven. Y todo porque ignora que su verdadero sitio está en el centro. Aquí, en el centro, hay paz y tranquilidad".

¿NUESTROS DESEOS NOS PUEDEN LLEVAR A UN ESTADO DE PAZ INTERIOR? – "El deseo implica apertura a la alteridad: trascender tu yo, tu pequeño mundo, para abrirte al otro" (Javier Melloni)
Los deseos son uno de nuestros motores. La pregunta clave es: ¿cuál es el deseo por el que vale la pena luchar y satisfacer?

El deseo esencial está conectado con tres ejes. El primero es el deseo de conocer y ampliar nuestros horizontes. Desde pequeños nos mueve la curiosidad por saber y por comprender el mundo que nos rodea. El segundo eje es el impulso de hacernos completos. "Tu conciencia proviene de la unidad", dice Deepak Chopra. Por eso deseamos la unión, sentirnos el uno con el otro. Es un deseo que nos conduce fuera de nosotros. Amamos y buscamos ser correspondidos. Nos damos al otro desde nuestros dones, sintiendo así alegría. El tercero es el impulso a actuar para expresar la creatividad. Así nos damos al mundo desde nuestro talento y nuestros dones. Una acción con la que aportamos y construimos un mundo mejor nos llena de sentido.

Cuando nos desviamos de estos tres ejes esenciales nos invade la sensación de carencia. Tenemos carencias afectivas, estamos faltos de conocimiento o nuestras acciones están vacías de sentido. El resultado es que sentimos un estado de necesidad.

La necesidad crea un vacío que nos impulsa a relacionarnos para cubrirlo con amor y con poder. Nos atrae el amor. Nos atrae el poder. Sin darnos cuenta, caemos en la trampa de un amor que no es amor, sino deseo, y de un poder que no es poder, sino codicia.

Cuando el deseo invade el alma y esta no lo puede contener, este se convierte en algo destructivo y devastador como el cáncer que devora todo lo que encuentra a su paso. Se convierte en una dependencia que pasa a ser una adicción. Adicción al sexo, a la bebida, a los malos tratos, a la sumisión, a someter, al dinero... Entonces el deseo nos esclaviza. Perdemos la soberanía interior. Somos marionetas del deseo. No es de extrañar que vivamos insatisfechos y frustrados. Para huir de estas sensaciones, nos distraemos. Y así seguimos en la rueda del deseo insaciable.

Deje de ser marioneta del deseo. El primer paso para lograr dominio sobre uno mismo es, precisamente, desearlo. El poder mental es capaz de canalizar los pensamientos de manera positiva. Solo cuando uno se da cuenta de lo que subyace a sus deseos puede transformarlos. ¿Qué encubre el deseo que nos vence? ¿Qué es lo que realmente desea? Buscamos amor, paz, respeto, atención, o bien queremos huir de una situación que nos sobrepasa. Aunque la mente suele pedir cosas visibles y materiales, sus necesidades son más profundas y ninguna cosa superficial y efímera puede satisfacerlas.

La meditación nos conduce hacia lo auténtico y eterno. También ayudan las afirmaciones y la visualización. Visualizar consiste en crear imágenes positivas en su mente y, de esta forma, reforzar el pensamiento y fortalecer su voluntad para alcanzar aquello que afirma.

Las afirmaciones son pensamientos determinados. Son promesas que nos hacemos a nosotros mismos. Sirven para romper los hábitos negativos o pensamientos débiles. Por ejemplo: "Hoy haré que el pasado sea pasado y miraré al futuro con una nueva visión". El pasado tiene buenas y malas experiencias. Sin embargo, tendemos a evocar lo negativo. El efecto de esto es que nuestra actitud hacia el futuro se contamina. Un método efectivo para soltar el pasado es ver el beneficio que hubo. Cuando se reconoce un beneficio en lo que sucedió, es más fácil terminar con el resentimiento o la aflicción.

LA DIGNIDAD DE LO ESENCIAL – "Tú eres lo que estás buscando" (Deepak Chopra)
Primero averigüe su deseo esencial y lo que es bueno para usted. Alinee sus deseos con lo que realmente quiere. Así no se dejará llevar por otros deseos que supongan una huida ni una distracción. Finalmente céntrese en este compromiso. Con ello se fortalece, se siente seguro, y su caminar por el mundo es más digno.

Disfrutar el camino
Vivimos en la cultura de ofrecer y buscar recompensas. Si invierte aquí, ganará tanto. Si sigue tales pautas, recibirá la recompensa del cielo. Si sigue siete pasos, logrará el éxito. Estas promesas no son necesariamente erróneas. Cada acción conlleva un retorno. El problema es que al centrarnos en el beneficio, no prestamos atención a la calidad de la acción. Nos atrapa la satisfacción del deseo y no cuidamos el camino para llegar a ella. Si buscamos la calidad de cada instante con atención plena, viviremos mejor y aportaremos más.

LIBROS
- 'El libro de los secretos', de Deepak Chopra. Santillana Ediciones.
- 'El deseo esencial', de Javier Melloni.
- 'Está todo ahí', de Gisela Zuniga. Editorial Desclée de Brouwer.

Tomado de El País - MIRIAM SUBIRANA 28/08/2011

19 de septiembre de 2011

Vivir el poder del Presente

Hoy es el día y hay que gozarlo. Convertir el tiempo en nuestro aliado evita que nuestra mente nos siga poniendo excusas.

Vivir el presente solo como una rendija entre el pasado y el futuro lo despoja de todo su potencial y puede explicar nuestra sensación de vacío. La actitud contraria sería reconocer la singularidad de cada instante. Eso es gozar del presente. Nuestra energía está dispersa, no vemos ni decidimos con claridad y ahora no estamos plenamente en donde nos hallamos.
    "Cuando las personas sienten que se hallan ante una oportunidad única, intensifican su intención y su atención es plena"
    Con más frecuencia de lo que quisiéramos nos enfrentamos a situaciones difíciles, pero si además nos preocupamos con infinidad de pensamientos que nos atormentan, viviremos peor la dificultad y responderemos mal a lo que nos depare la vida. A eso se le suman un bombardeo de demandas, informaciones, correos electrónicos, tareas, expectativas propias y ajenas, lo que agudiza nuestra crispación. En estos momentos parece que se nos escapa el tiempo. Entonces no atendemos bien a las personas, se nos pasan por alto muchos detalles, hablamos deprisa y corriendo, perdemos la magia del instante.
    Si cambiamos esta percepción, podemos ser los creadores de nuestro tiempo y no sus esclavos. Para ello es bueno detenernos unos instantes, respirar hondo y agradecer. Calmar nuestra mente. Convertir el tiempo en nuestro aliado. Confiar en que la vida nos ha dado los recursos internos para afrontar lo que venga. Y concentrarnos en vivir el presente lo mejor posible. Cuando las personas sienten que se hallan ante una oportunidad única, intensifican su intención en lo que hacen y su atención es plena.

    ADIÓS A LOS TEMAS PENDIENTES - "Vive como si fueras a morir mañana. Aprende como si fueras a vivir siempre" (Mahatma Gandhi)
    Cada mañana, antes de iniciar nuestra actividad podemos preguntarnos: "Si hoy fuera el último día de mi vida, ¿querría hacer lo que estoy a punto de hacer?". Si durante varios días seguidos la respuesta ha sido "no", señal de que algo debemos cambiar. Nos resignamos a realizar actividades que no nos llenan y posponemos conversaciones, encuentros y acciones que son más esenciales. Si viviéramos como si fuera nuestro último día, seríamos más osados, diríamos lo que queremos sin vergüenza, sin reprimirnos.

    "La mayoría de las preguntas eternas que nos ha dejado el 11-M", escribió Esther Trujillo después de los atentados, "son las que deja toda muerte repentina. Sin tiempo para despedirse, todo a medias, todo por decir, por terminar, por empezar, sin tiempo para perdonar. Preguntas recurrentes: ¿Me porté bien con él/ella? ¿Por qué dije? ¿Por qué callé? Y para siempre la duda de si se fue sabiendo cuánto le queríamos. Las llamadas agónicas de algunas víctimas del 11-S tenían un mensaje común: 'te llamo para decirte que te quiero'. Podemos concluir que o bien 'no me he dado cuenta antes de cuánto te quiero' o bien 'ahora me doy cuenta de lo importante que es para mí que lo sepas".

    Todos aquellos temas, mensajes, ideas y sentimientos que queremos transmitir a alguien, pero aún no lo hemos hecho, suponen una carga interna. Comunicar lo esencial y lo que tiene sentido a personas que queremos y que son importantes para nosotros es un acto de amor y de consideración. Cuando dejamos temas pendientes y posponemos conversaciones, acumulamos en nuestro interior una carga que nos impide vivir el presente con plena libertad.
    No permita que su mente siga poniendo excusas. ¿Qué tiene que decir? ¿Qué le gustaría aclarar? ¿Con quién? Hágalo pronto. Vivir sin conversaciones pendientes despeja el camino, mantiene la conciencia tranquila y el corazón en paz.

    ACEPTAR NUESTRA HISTORIA - "Si solo diéramos pasos y no hubiera camino, no sería posible caminar" (José María Rovira Belloso)
    Podemos caer en la tentación de trivializar la corriente de pensamiento que subraya el poder del ahora y cometer el error de aparcar partes de nuestra historia y de nuestra vida, sin haberlas integrado. Si negamos ciertas realidades que están vinculadas a la persona que fuimos y a lo que hicimos y vivimos, no podremos estar plenamente presentes. Sería como si huyéramos de una parte de nuestro ser y la dejáramos a un lado.

    Solo podremos gozar del hoy si integramos nuestros yos aceptando todo lo que hemos sido y hecho con las relaciones que hemos tenido. Para conseguirlo, uno debe perdonar y perdonarse, aceptar y aceptarse. De lo contrario no podrá vivir en el aquí y el ahora. Lo que hubiera podido ser y no fue ya no se puede cambiar. Es necesario aceptar cómo sucedieron los hechos y no vivir sumido en lamentaciones que incrementen la pesadez interior.

    El pasado aparece repetidamente en su mente y en su vida porque usted no se ha reconciliado con él. Es posible que viva apegado a los recuerdos, a lo que fue y ya no es, a lo que había y ya no está. Al estar atrapado en esos recuerdos, no puede gozar del ahora. Si acepta su propia historia, podrá abrazarla e integrarla en el presente.

    Cuando vivimos aceptando lo que somos, estamos en armonía. Somos plenamente conscientes y estamos conectados con todo nuestro potencial. Confiemos. Estamos abiertos a la vida sin resistirnos. "No ofrecer resistencias es la clave de acceso al mayor poder del universo", nos recuerda Eckhart Tolle. Accediendo a él, vive y toma las decisiones en el presente con plena lucidez.

    Sentimos con fuerza lo esencial cuando vivimos una muerte inminente. A José le dieron tres meses de vida. En la última conversación que mantuve con él, unos días antes de su muerte, me dijo: "No merece la pena aferrarse a nada ni luchar por tener cosas ni por lograr una posición para obtener el reconocimiento de los demás. Solo has de ser tú, sin corazas. Ser sin miedo. Dejar que tu luz resplandezca. Las etiquetas no sirven para nada".

    LA VOZ DEL CORAZÓN - "Nadie es verdaderamente libre si tiene miedo a morir" (Martin Luther King Jr.)
    Muchos aspectos (expectativas externas, el orgullo, el miedo a la vergüenza, al ridículo o al fracaso) se desmoronan ante la muerte. Si viviéramos hoy como si fuera nuestro último día, seríamos conscientes de que nuestro tiempo es limitado. Por eso es importante no perder el tiempo viviendo en función de la vida del otro, de sus expectativas, de sus imposiciones o sus opiniones. No se quede atrapado. No permita que las opiniones de otras personas o sus miedos ahoguen su propia voz interior. Tenga el coraje de seguir su intuición.
    La insatisfacción permanente nos impide gozar del presente.

    Hemos creado una sociedad de consumo fundamentada en la necesidad, en la avaricia y en la conciencia de escasez. Pensamos en cómo tener más y conseguir más. Es como si nunca tuviéramos suficiente. Siempre queremos más y más: hemos construido nuestra identidad basándonos en nuestro poder de adquisición.

    Al correr tras los deseos provocados por la insatisfacción, uno deja de agradecer lo que tiene porque está pendiente de conseguir algo más. No disfruta del hoy, permanece en un estado de deseo continuo y la insatisfacción parece insuperable.

    Si nos damos cuenta y nos responsabilizamos de cómo estamos, de cómo somos, de lo que sentimos y de lo que hacemos, nos arraigamos en el hoy. Dejamos de buscar culpables. Escuchamos la intuición y la voz del corazón. No del corazón que bombea la sangre, sino del corazón de nuestro ser.

    Viva como si hoy fuera su último día
    Reconozca la singularidad irrepetible de un momento. Hágase preguntas positivas que amplíen la mirada. Cada vez que su mente vaya hacia la queja o la crítica, frene sus pensamientos. Reflexione acerca de lo que puede agradecer de esa situación y qué le está enseñando. Atrévase a ser quien es con todas sus consecuencias. Agradezca y aprenda del pasado, reconcíliese con él. Pase a la acción ahora: utilice su tiempo, sus talentos y sus pensamientos para tareas creativas. Ayude a otros. Mantenga el dominio de su mundo interior. Observe sus emociones con desapego para no dejarse llevar por ellas precipitadamente.

    Secretos del corazón
    LIBROS

    - 'El libro de los secretos', de Deepak Chopra. Editorial Santillana.

    - 'El poder del ahora' y 'Practicando el poder del ahora', ambos de Eckhart Tolle. Editorial Gaia.

    - 'Aprender a descubrir la paz interior', de Mike George. Editorial Oniro.

    Tomado de El País
    MIRIAM SUBIRANA 17/07/2011

    12 de septiembre de 2011

    El truco del autoengaño


    Es la más elaborada de las mentiras: engañarnos hasta dar por cierto lo que no es. Y eso puede hacernos mucho daño.

    Nadie se halla libre del autoengaño, esa estrategia mental que permite esquivar la realidad refugiándose en una inconsciencia más o menos deliberada. Se recurre al autoengaño para evitar asumir las consecuencias de los propios actos al no ver ciertos aspectos personales o del entorno que resultan desagradables, al fingir y ocultar lo que se siente o al justificarse para salir airoso de una situación.

    "En algunos momentos, esta escapatoria puede resultar útil, pero si se mantiene de manera rígida puede generar dificultades" 
    Pero ¿cómo es posible engañarse a uno mismo? Según Francisco J. Rubia, catedrático de Medicina e investigador en neurociencia, incluso el propio cerebro nos engaña. La misión principal de este órgano es garantizar la supervivencia del organismo, y para tal fin elabora pero también deforma la información que recibe de los sentidos.
    Existe, por una parte, el autoengaño que opera de manera consciente. Una persona sabe que tiene que realizar algo, pero se convence a sí misma para dejarlo para mañana. Alguien reconoce que tiene un problema y se autoengaña pensando que el tiempo lo solucionará. Sin embargo, en ocasiones la mentira está tan bien armada que ni siquiera se es consciente de ella. Así, una persona puede descubrir que ha borrado de su memoria hechos importantes o que se ha mantenido ciega ante las evidencias claras de que su vida de pareja naufragaba. El autoengaño es el más escurridizo de los mecanismos mentales, porque resulta difícil darse cuenta de lo que se prefiere ignorar.
    Los 'puntos ciegos' -"Todo es según el color del cristal con que se mira" (Ramón de Campoamor)
    En su libro El punto ciego, Daniel Goleman relaciona esta estrategia con un hecho fisiológico. En la parte posterior del ojo existe una zona donde confluyen las neuronas del nervio óptico que carece de terminaciones nerviosas. Esta zona constituye un punto ciego. Habitualmente no se percibe su existencia porque se compensa con la visión superpuesta de ambos ojos. Pero incluso cuando se emplea un único ojo resulta difícil distinguirlo, pues ante la falta de información visual el cerebro rellena virtualmente esa pequeña área en relación con el entorno.
    Algo parecido sucede a nivel psicológico. Todas las personas tienen puntos ciegos, zonas de su experiencia personal en las que son proclives a bloquear su atención y autoengañarse. Estas lagunas mentales tienden a ser rellenadas con fantasías, explicaciones racionales o imaginaciones. Se trata de un hecho comprobado que no percibimos la realidad tal y como es, sino que elaboramos nuestra interpretación particular a partir de lo que captan los sentidos. Incluso la memoria resulta altamente engañosa, pues contiene una serie de filtros que seleccionan la información que llega a la conciencia.
    Esquivar la realidad -"Ojos que no ven, corazón que no siente" (refrán popular)
    Cuando algo supone una amenaza, la atención suele recurrir a dos tipos de soluciones: la intrusión, en la que la persona se mantiene centrada en lo que le preocupa, pensando continuamente sobre ello, o la negación, que supone desviar la atención y desconectarse del problema.
    La tendencia a cerrar los ojos ante lo que inquieta surte un evidente efecto calmante, pues permite poner fin al estrés que genera una posible amenaza, una responsabilidad o un recuerdo traumático... El autoengaño, por tanto, ayuda a protegerse de la ansiedad o el malestar disminuyendo el grado de conciencia.
    Ante una enfermedad grave, algunas personas recurren a la negación: rechazan el diagnóstico o minimizan su seriedad, evitando reflexionar o hablar sobre ello. Esta estrategia tiene su función y puede resultar, por tanto, beneficiosa. Es sabido que las personas con cáncer que niegan su enfermedad pueden sufrir menos ansiedad y depresión.
    La negación, por tanto, implica un rechazo a aceptar las cosas tal y como son, y suele ser una de las primeras respuestas ante una pérdida o cambio importante. Supone una escapatoria momentánea antes de enfrentarse con la realidad. Sin embargo, así como en algunos momentos puede resultar útil, si se mantiene en el tiempo de manera rígida puede generar dificultades, tales como no tomar una actitud responsable para realizar los controles o tratamientos que precisa una enfermedad o no posibilitar la elaboración emocional de la situación. Lo decía Ortega y Gasset: "La negación es útil, noble y piadosa cuando sirve de tránsito hacia una nueva afirmación".
    La trampa de la selección -"Peor que ver la realidad negra es el no verla" (Antonio Machado)
    Los seres humanos disponen de infinidad de trucos para mantenerse ajenos a la realidad. Además de la negación, se utilizan mecanismos de defensa como la racionalización, que permite ocultar los verdaderos motivos bajo una explicación lógica, o la atención selectiva, mediante la cual se percibe lo que interesa mientras se ignora el resto.
    Estos mecanismos de defensa brindan un refugio y son en cierto modo necesarios, pero al mismo tiempo condicionan nuestra manera de percibir y reaccionar frente al mundo. Como individuos, somos recopiladores y observadores de nuestra propia realidad y, a pesar de desearlo, rara vez somos imparciales. La mayoría solemos atribuirnos con mayor facilidad los éxitos que los fracasos, exculparnos y ver la mota en el ojo ajeno. Aunque otras personas tienden a interpretar que el fallo siempre está en su lado.
    La evolución de la mentira -"Una mentira no tendría sentido si la verdad no fuera percibida como peligrosa"(Alfred Adler)
    Robert Trivers, un biólogo evolutivo norteamericano, opina que el autoengaño es una sofisticación de la mentira, ya que ocultarse algo a uno mismo lo hace más invisible y difícil de descubrir para el resto. Mentir conscientemente, además, crea una contradicción en el cerebro y requiere un mayor esfuerzo. En eso se basa el polígrafo (la máquina de la verdad), pues al falsear la respuesta aparecen señales de estrés a veces imperceptibles, como sudor, cambios en la presión cardiaca o la respiración...
    La capacidad para mirar hacia otro lado también se ha mostrado fundamental para forjar las relaciones humanas. Se necesita cierta dosis de engaño para mantener la discreción, encubrir cuestiones embarazosas o proteger la integridad de otra persona. Sin embargo, también nos servimos del autoengaño para fines menos honorables, como embaucar a los demás, ocultar aspectos indeseables de uno mismo, lograr un objetivo a toda costa...
    La verdad soportable -"En el interior del hombre habita la verdad" (San Agustín)
    Llegamos al meollo: ¿existe un equilibrio óptimo entre autoengaño y verdad? Sabemos que en ocasiones evitar la realidad nos procura una sensación de alivio, pero también conlleva un coste importante. Lo que no se afronta tiende a repetirse.
    Un concepto útil es el de la verdad soportable. Se puede apostar por reconocer la realidad, pero dándose tiempo para digerir poco a poco la información que resulta difícil. La mentira y la simulación terminan creando una terrible desconexión, ignorando quiénes somos y qué deseamos. Por eso, lo más importante quizá sea mantener un pacto de honestidad con uno mismo. A ese pacto ayudará reconocer que la realidad es mucho más amplia de lo que se cree. Sin embargo, puesto que siempre resulta difícil detectar los propios trucos, se necesita el espejo de los demás. Con sus comentarios, sus críticas y elogios, y su visión distinta, las otras personas contribuyen a iluminar rincones que hasta entonces permanecían ocultos.

    La sugestión colectiva

    Detrás de los pequeños o grandes conflictos suele haber una parte de autoengaño. Es la que proyecta en la otra parte toda la maldad, la desconsideración o el error, defendiendo obcecadamente el propio punto de vista. Eso constituye precisamente uno de los peligros de esta estrategia mental: justificar los propios actos bajo el amparo de la mentira que uno mismo se ha creado. No hay que olvidar, además, que las ilusiones colectivas son un gran instrumento de manipulación. La mejor forma de ganar adeptos es haciéndoles creer en cierta realidad. Una muestra de ello son los colaboradores de un régimen opresivo como el del Tercer Reich, que reconocen con la perspectiva del tiempo hasta qué punto su conciencia estaba manipulada y eran incapaces de enjuiciar lo que ocurría. Según palabras de Milan Kundera, "delante había una mentira comprensible, y detrás, una verdad incomprensible".

    Tomado de El País
    CRISTINA LLAGOSTERA 10/07/2011

    7 de septiembre de 2011

    La foto de la pesadilla

    Entre el compromiso y el registro
    En 1994, el genial fotógrafo documentalista sudanés Kevin Carter ganó el premio Pulitzer de fotoperiodismo con una fotografía tomada en la región de Ayod (una pequeña aldea en Sudan), que recorrió el mundo entero. En la imagen puede verse la figura esquelética de una pequeña niña, totalmente desnutrida, recostándose sobre la tierra, agotada por el hambre, y a punto de morir, mientras que en un segundo plano, la figura negra expectante de un buitre se encuentra acechando y esperando el momento preciso de la muerte de la niña. Al recibir el premio, Carter declaró que aborrecía esa fotografía: “Es la foto más importante de mi carrera pero no estoy orgulloso de ella, no quiero ni verla. La odio. Todavía estoy arrepentido de no haber ayudado a la niña”.

    La cámara funciona como una barrera que lo protege a uno del miedo y del horror, e incluso de la compasión.

    Foto ganadora del Premio Pulitzer, de una niña sudanesa rendida por el hambre mientras un buitre espera al acecho, del fotógrafo Kevin Carter.

    La imagen de ese buitre acechando a una niña moribunda en África le persiguió en vida. Con ella atrapó el Pulitzer, pero también la maldición de una pregunta: “¿Qué hiciste para ayudarla?”. A Kevin Carter, cronista gráfico de la Sudáfrica del 'apartheid', la presión le empujó al suicidio. Un periodista testigo de aquellos años rememora su figura.

    Un hombre blanco perfectamente bien alimentado observa cómo una niña africana se muere de hambre ante la mirada expectante de un buitre. El hombre blanco hace fotos de la escena durante 20 minutos. No es que las primeras no fueran buenas, es que con un poco de colaboración del ave carroñera le salía una de premio, seguro. Niña famélica con nariz en el polvo y buitre al acecho: bien; no todos los días se conseguía una imagen así. Pero lo ideal sería que el buitre se acercara un poco más a la niña y extendiese las alas. El abrazo macabro de la muerte, el buitre Drácula como metáfora de la hambruna africana. ¡Ésa sí que sería una foto! Pero el hombre esperó y esperó, y no pasó nada. El buitre, tieso como si temiera hacer huir a su presa si agitara las alas. Pasados los 20 minutos, el hombre, rendido, se fue.

    No se debería de haber desesperado. Una de las fotos se publicó en la portada de The New York Times y acabó ganando un premio Pulitzer. Pero incluso así se desesperó. Y mucho. El hombre blanco era un fotógrafo profesional llamado Kevin Carter. A los dos meses de recibir el premio en Nueva York se suicidó.

    Hay dos preguntas. La primera, ¿por qué se suicidó? La segunda, ¿por qué no ayudó a la niña? La respuesta a la primera es relativamente fácil. La respuesta a la segunda es más interesante. Remontemos.

    Kevin Carter nació en Sudáfrica en 1960, dos años antes de que Nelson Mandela empezara su condena de 27 años de cárcel. Al llegar a la adolescencia empezó a entender que ser blanco en Sudáfrica significaba ser una de las personas más privilegiadas de la Tierra y, al mismo tiempo, cómplice de una atroz injusticia. Cumplidos los 24 años, Carter descubrió que el periodismo era el terreno donde libraría su guerra particular contra el apartheid.

    Comenzó su carrera en 1984, cuando las poblaciones negras en las periferias de las grandes ciudades -como Soweto, que estaba al lado de Johanesburgo- se convirtieron en campos de batalla. Jóvenes militantes negros, cuya única fuerza residía en su ventaja numérica, lanzaban piedras a los policías y a los soldados, que respondían con gases lacrimógenos, balas de goma o balas de verdad. Cientos murieron, miles fueron encarcelados. Soweto ardía, y allá, casi permanentemente instalado, estaba Carter, fotógrafo novato de The Johannesburg Star, expiando su culpa.

    La gran ironía de la historia reciente de Sudáfrica es que cuando salió Mandela de la cárcel en 1990, cuando empezó el proceso de paz que condujo cuatro años después a la democracia, se desató una violencia mucho mayor. Durante casi la totalidad de aquellos cuatro años, Soweto y otra media docena de poblaciones negras en los alrededores de Johanesburgo vivieron una anarquía asesina demencial, nutrida por opositores al proyecto democrático, en la que murieron unos 12.000. Allí, una vez más, estaba Carter. Todos los días. Se presentaba temprano por la mañana a los campos de la muerte, como se presentan los oficinistas a sus lugares de trabajo.

    Yo también me presentaba allí, pero con menos frecuencia y más tarde. Siempre que llegaba a estos lugares, en pleno tiroteo o minutos después de una masacre, ahí veía a Kevin Carter, sudado, polvoriento, bolso sobre el hombro, cámara en mano. A él y a sus tres amigos fotógrafos, Ken Oosterbroek, Greg Marinovich y João Silva. Les llamaban a los cuatro “el Bang Bang Club”. Hacían fotos espeluznantes y se exponían a peligros extraordinarios. Yo había llegado a Sudáfrica en 1989 tras seis años cubriendo las guerras de Centroamérica. Vi pronto que daba mucho más miedo estar en 1992 en un lugar como Tokoza o Katlehong, a escasos kilómetros de Johanesburgo, que en 1986 en los frentes del oriente de El Salvador o el norte de Nicaragua. Porque en los lugares donde los negros, animados por los blancos, se masacraban podía pasar cualquier cosa en cualquier momento y en cualquier lugar. Con un Kaláshnikov, una lanza, un machete o una pistola. Ahí trabajaba Carter. Ahí se pasaba desde las cinco de la madrugada hasta el mediodía haciendo fotos de gente matando y de gente muriendo.

    Para poder hacer ese trabajo es necesario blindarse, armarse de una coraza emocional. No se puede responder a lo que uno ve como un ser humano normal. La cámara funciona como una barrera que lo protege a uno del miedo y del horror, e incluso de la compasión. Carter y sus tres camaradas dormían poco, además, y consumían drogas de todo tipo. Pasaban sus días y sus noches en un acelere mental y en un estado de anestesia emocional casi permanentes. Si se hubiesen detenido un instante a reflexionar sobre lo que hacían, si hubiesen permitido que los sentimientos penetraran la epidermis, habrían sido incapaces de hacer su trabajo. El entorno era alocado, pero el trabajo era importante. Si se hubieran quedado en sus casas o se hubieran expuesto a menos peligro, habría habido más muertos, menos presión política para acabar con la violencia. Ésta era la contribución de Carter a la causa de sus compatriotas negros.

    En marzo de 1993 se tomó unas vacaciones de Tokoza y Katlehong y se fue a Sudán. Ahí, apenas aterrizar, es donde vio a la niña y el buitre. Respondió con el frío profesionalismo de siempre. No habría podido elegir otra manera de actuar. Estaba programado, anonadado. El único objetivo era hacer la mejor foto posible, la que tuviera más impacto. Ahí empezaba y terminaba su compromiso. La lógica era muy sencilla: si hacía una foto potente, se beneficiaría a sí mismo, pero también ampliaría la sensibilidad de los seres humanos en lugares lejanos y tranquilos, despertando en ellos aquella compasión -precisamente- que en él estaba necesariamente adormecida.

    Por eso no hizo nada para ayudar a la niña. Porque si la hubiera ayudado, no habría podido hacer la foto. Porque había llegado al límite de sus posibilidades.

    El problema era que la gente normal, empezando por su propia familia, no lo entendía. Fuera donde fuera, le hacían la misma pregunta. “Y después, ¿ayudaste a la niña?”. Se convirtió en un agobio, una pesadilla. Los únicos que no le hacían la pregunta, porque para ellos no era necesario hacerla, eran los amigos del Bang Bang Club.

    En abril de 1994 le llamaron desde Nueva York para decirle que había ganado el Pulitzer. Seis días después, su mejor amigo, Ken Oosterbroek, murió en un tiroteo en Tokoza. Toda la emoción reprimida a lo largo de cuatro años salvajes explotó. Carter se quedó destruido. Lloró como nunca y lamentó amargamente que la bala no hubiera sido para él.

    El mes siguiente voló a Nueva York, recibió el premio, se emborrachó, incluso más de lo habitual, y volvió a casa. La guerra se había terminado. Mandela era presidente. Sudáfrica tuvo su final feliz, pero la vida de Carter dejó de tener mucho sentido. Quizá en parte porque el peligro de la guerra había sido su droga más potente, la que le había creado mayor adicción. Siguió trabajando, pero, perseguido por la muerte de su amigo y -ahora que se había quitado la coraza- la angustia moral retrospectiva de la escena con la niña sudanesa, se hundió en una profunda depresión. No podía trabajar, o si lo intentaba, caía en errores absurdos. Llegaba tarde a entrevistas, perdía rollos de fotos que ya había hecho. Y tenía problemas en casa: deudas, desamor...

    El 27 de julio de 1994, exactamente tres meses después de las primeras elecciones democráticas de la historia de su país, Carter se fue a la orilla de un río donde había jugado cuando era niño, antes de que supiera lo que era el apartheid, el sufrimiento, la injusticia. Y ahí, por fin, dentro de su coche, escuchando música mientras inhalaba monóxido de carbono por un tubo de goma, logró la paz, la anestesia final de la muerte.

    Tomado de El País

    6 de septiembre de 2011

    Cuidado con los Números


    Cuantificar cada cosa, convertir la vida en una carrera de cifras y porcentajes, puede acabar en obsesión. A los números los cargamos de más significado del que poseen.

    Alicia brincaba de alegría. Su libro estaba en librerías. Muchos amigos le recomendaron crear una página en Facebook para darlo a conocer. Y lo hizo. Debía conseguir algunos seguidores para que se fuera expandiendo por la Red de ordenador en ordenador. De entrada, se lo pidió a familiares e íntimos. Después le divertía entrar en Facebook y comprobar cómo crecían los seguidores: 24, 56, 245, 406... Hasta que en un momento de lucidez advirtió que algo no marchaba bien: hacía altos en el trabajo solo para entrar y mirar cuántos. ¡Se había enganchado! Si lo racionalizaba, era ridículo: su felicidad no dependía de tal número. Alicia es nombre ficticio, la protagonista soy yo misma. Por fortuna, las ratas de laboratorio con las que trabajé hace años, o mejor su recuerdo, me ayudaron a afrontar mi adicción. Comprobar que mi conducta era semejante fue muy disuasorio. Ellas apretaban la palanca para conseguir una descarga en una zona de su cerebro que les provocaba placer. Y no paraban de accionarla casi desesperadas.

    "Un día, una amiga me contaba inquieta que el número de visitantes de su blog no subía como quería. Se estaba obsesionando"

    Su componente adictivo - "Algo de lo que puedes estar seguro acerca de tu plan de 'marketing', de tus productos o incluso de tu propia vida es que las cosas no saldrán como las habías planeado" (Seth Godin)
    Uno de los principios que rigen la conducta animal (incluida la humana) es el condicionamiento instrumental. Es muy sencillo: las acciones seguidas de un estímulo positivo tienden a repetirse, y si es negativo, a disminuir. Es importante que ese estímulo esté cerca en el tiempo de la conducta; si no, nuestro cerebro no asocia comportamiento con estímulo.

    A los vendedores se les prima si consiguen más ventas. El lapso de tiempo que pasa desde la venta hasta que toca el dinero (o no) suele ser demasiado dilatado. Para que funcione el condicionamiento se debe encontrar un reforzador positivo o negativo inmediato. Y de hecho, la mayoría de empresas ya saben cuál es: los números. Así cada vez más los vendedores están rodeados de ellos y de forma más inmediata: cuántos posibles clientes se han informado hoy, cuántos han entrado, cuántos han comprado... Una empresaria de una franquicia italiana me comentaba que sus vendedores se pasan el día hablando de esas cifras. Ella intenta mimar el buen ambiente para evitar la obsesión numérica. Cada profesión tiene algún número ofuscador. A los profesores universitarios se nos "premia" por el número de artículos científicos publicados. Lo triste es que lo común, en lugar de charlar sobre lo investigado, es hacerlo sobre la cantidad de artículos que se han logrado publicar.

    El prestigioso economista Emilio Duró confesó en una conferencia que vivía obcecado con el número de ventas. Obsesión que se acabó el día que sufrió un amago de ataque al corazón. Mientras iba en la ambulancia, una voz sabia de su interior le susurró: "Emili, como te mueras porque bajaron las ventas del yogur desnatado Yoplait, eres tonto...". Casi todos tenemos un yogur desnatado en nuestra vida. Un día, una amiga me contaba inquieta que el número de visitantes de su blog no subía como quería. Le conté la anécdota de Duró. Me encantó cuando pude ver un post-it en la pantalla de su ordenador en el que había escrito en rojo: "Yogur desnatado Yoplait". El recordatorio de que no debía preocuparse por un simple número. Si queremos que algo nos obsesione, solo tenemos que cuantificarlo constantemente.

    Su pesada carga - "La edad es solo un número, algo para poner en los registros" (Bernard M. Baruch)
    Meses atrás asistí a un congreso de psicólogos. Aprendí mucho por la calidad de las ponencias y por las interesantes tertulias durante las comidas. Todos compartíamos esa sensación. El contraste era la cara triste del director de la sociedad organizadora. Cuando le pregunté el motivo de su ánimo, me contestó que el número de asistentes era más bajo del esperado. ¿Significaba eso pérdidas monetarias? No. Intenté transmitirle que el número no importaba. Debía valorar la extraordinaria calidad, algo conseguido gracias a él. No sé si fui capaz de contagiarle la idea. Creo que no. Quizá si me hubiera sacado de la manga un contabilizador del gran aprendizaje de los asistentes y le hubiera enseñado en pantalla una cifra, lo habría tranquilizado. Parece que lo que no se puede cuantificar no existe. Esto lo saben bien las personas aquejadas de fibromialgia, lumbalgia inespecífica y otros dolores. Como no existe un termómetro del dolor, en ocasiones no consiguen la baja laboral. Sufren una terrible incomprensión por no disponer de un número indicativo de su padecimiento.

    La mayoría de los padres tenemos un espacio en el cerebro para pensar en las notas de nuestros hijos. Nos enseñan un examen de matemáticas con un cuatro y automáticamente lo visualizamos de mayor vagabundeando sin trabajo. Cada nota la cargamos con demasiado peso. Casi las convertimos en un indicador de su futuro. Un cuatro en matemáticas significa un cuatro en ese examen, ni más ni menos. Imaginemos que en el colegio cuantificaran las interacciones sociales que efectúa en el recreo. Seguro que ese número también nos importaría. A la que se cuantifica algo, pasa a ser importante; si no, parece que no existe.

    A los números los cargamos de más significado del que poseen. A veces tanto que acabamos por sufrir una especie de pudor numérico. Nos sentimos realmente incómodos si nos preguntan algunos. Una intromisión. Nuestra nómina. Esa cifra. Pronunciarla en voz alta es como confesión íntima, como revelar algo esencial de nuestro ser. ¿Lo que valemos? ¿Lo que hemos conseguido? La trascendencia que le damos a ese número esconde mucho de nosotros. ¿Y la edad? Otro que da que pensar. A algunas personas les cuesta confesarlo. Otras sufren depresiones al cumplir uno redondo: 30, 40, 50, 60... Nuestro sistema decimal marca los ciclos de angustia por cumplirlos. Si nos basáramos en el sistema duodecimal, nos deprimiríamos al cumplir 36 o 48. Es divertido comprobar lo relativos que somos los humanos.

    ¿Nos orientan o desorientan?- "La estadística es una ciencia que demuestra que si mi vecino tiene dos coches y yo ninguno, los dos tenemos uno" (George Bernard Shaw)
    Sin duda es la pregunta más típica para los psicólogos: "¿Es normal o no?". Dentro de la psicología, ¿cómo se define un comportamiento normal? A través de varios criterios. Y el estadístico es uno. Según él, lo normal es lo que hace la mayoría. Un criterio que sin matices puede resultar inconveniente. Pero los números son exactos y claros, y a veces los pedimos a gritos para orientarnos. ¿Cuántas relaciones sexuales a la semana son las normales? ¿Cuántas horas debemos dormir? ¿Cuál es la diferencia de edad óptima en la pareja? Resulta de lo más peligroso dar una respuesta fija porque entonces mucha gente se siente anormal cuando no lo es. Una chica me decía que no sabía si seguir adelante con su nueva pareja. Estaban en fase de enamoramiento total. Flotando. Su inquietud amorosa la expresó así: "¡Tiene siete años menos que yo! No sé, si fueran cuatro, aún, pero ¡siete!". Necesitamos cuantificar.

    Un novelista lo tiene difícil para medir su rendimiento a corto plazo. Muchos cuentan horas de trabajo al día o número de páginas escritas. Necesitamos orden, ver la progresión. El peligro es olvidar que las cifras son solo un indicador aproximado y nos desasosegamos, por ejemplo, si hoy hemos trabajado menos que ayer cuando quizá hoy ha sido más fructífero. Nuestro comportamiento puede pasar de inteligente, cuando empleamos los números como indicadores aproximados, a irracional, cuando los consideramos exactos. Resbalar hacia lo absurdo es fácil.

    Sin números aún estaríamos en las cavernas. Son indispensables. Pero evitemos que nos ofusquen y no nos dejen ver lo esencial, que muchas veces no es medible. ¿Cómo cuantificar lo gustoso que resulta besar la mano mullida de un bebé? Evitemos vivir bajo su tiranía. Bueno, ya llevo 7.880 caracteres escritos, debo acabar.

    LAS CIFRAS EN LA FICCIÓN
    PELÍCULAS
    - 'El indomable Will Hunting', de Gus van Sant.
    - 'El número 23', de Joel Schumacher.
    - 'Pi', de Darren Aronofsky.
    - 'Cube', de Vincenzo Natali.

    JENNY MOIX 21/08/2011