20 de abril de 2011

Cuando nos invade la nostalgia


Recordar nuestro pasado es sano si sirve para vernos tal y como somos hoy. Anclarnos en los recuerdos de forma obsesiva puede llegar a doler.

Entre las múltiples experiencias que nos permite nuestro mundo emocional se encuentra el sentimiento de nostalgia. Un viaje imposible, pero añorado hacia nuestro pasado.

"Menuda encrucijada someterse al quiero y no puedo. Vaya plan perderse en el laberinto del tiempo sin poder salir de él"

"La función de la nostalgia es, sin duda, acordarnos de aquel que fuimos y poder observar al que somos ahora"

De pronto, uno se siente invadido por imágenes, resonancias, palabras o sensaciones del ayer. Se da cuenta de que no es un mero ejercicio de la memoria, ya que, acompañando esos trazos de vida vivida, amanecen vagas emociones que parecen instalarse definitivamente en nuestro interior. Ocurre entonces que de aquellas emociones imprecisas despierta un enorme sentimiento que cubre todo nuestro ser con su presencia. Es como si de golpe todo el pasado vivido quedara resumido en esa estampa agridulce. Como si el tiempo se atorara con el único propósito de meternos en la encrucijada de ser lo que ya no podemos ser.

Hay sentimientos más llevaderos que otros; sin embargo, el de la nostalgia puede llegar a doler. Menuda encrucijada someterse al quiero y no puedo. Vaya plan perderse en el laberinto del tiempo sin poder salir de él sin sufrir, añorando un regreso imposible. No obstante, algunas personas descubren en tal pasión una forma adictiva de vivir, un refugio para su incomprensible vida, un exilio interior que llena los vacíos de su existencia.
El regreso sufriente

"Los únicos acontecimientos importantes de una vida son las rupturas. Ellas son también lo último que se borra de nuestra memoria" (E. M. Cioran)
La palabra nostalgia se nutre, en su raíz griega, de nostos, que viene de nesthai (regreso, volver a casa), y de algos (sufrimiento). Podría definirse entonces la nostalgia como el sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar. Según adónde queramos regresar podremos observar, al menos, tres formas diferentes de nostalgia.
La primera es la puramente sentimental, una especie de lamento de las pérdidas de nuestra vida, como pueden ser, por ejemplo, los amores pasados. No es de extrañar que el primer amor sea aquel al que siempre regresamos, sobre todo cuando las cosas no nos van bien en las relaciones actuales, o por ausencia de ellas. Parece que encontramos refugio regresando al centro de los días en los que la única preocupación era descubrir el dulce sabor de los primeros besos. Siendo como es un bonito recuerdo, con la nostalgia se convierte en una desesperanza.
Atesoramos experiencias cuyo significado ha calado tan hondo en nuestra existencia, que su inesperado recuerdo nos traslada hasta ese mismo instante en el que logramos aquel éxito, en el que surgió el amor, en el que vivimos con intensidad, en el que descubrimos a Dios o en el que nos pareció que estábamos cambiando el mundo. Tal vez no repetiríamos los mismos acontecimientos, pero qué duda cabe que volveríamos gustosos a envolvernos de los mismos sentimientos.
Elogio del tiempo pasado

"El crepúsculo de la desaparición lo baña todo con la magia de la nostalgia" (Milan Kundera)
Una segunda manera de vivir la nostalgia es la que representan aquellas personas que viven sin desprenderse nunca de su pasado. Lo recuerdan adrede, lo revisan en fotos o vídeos, lo mantienen vivo en cada conversación (fuimos tan felices...qué bien lo pasábamos... tenemos que volver... ¿te acuerdas de...?).
Es una manera de permanecer a través del tiempo, lejos de abrir los ojos a su realidad más inmediata, tal vez más oscura que la de aquellos años que fueron tan felices. Por supuesto, es una falacia, una interesada comparación, porque ni aquellos días fueron tan increíbles, ni los de ahora son tan grises. Ocurre, eso sí, que al creer con convicción en el determinismo del pasado, todo lo bueno que exista ahora en sus vidas será difuminado para no estropear el añorado recuerdo con el que se quiere vivir.
Elogiar el tiempo pasado desde la gratitud puede entenderse como un acto de alineamiento interior. Poder mirar atrás, lo vivido, en paz y tranquilidad. No se trata de evitar una presencia nostálgica, sino integrarla como parte del inmenso don de haber podido vivir momentos de tanta plenitud.
Sin embargo, cuando todo "era mejor antes" tenemos un problema existencial. No existe armonía entre lo vivido y el ahora y el aquí. La nostalgia entonces deviene una armadura contra lo real. Una obsesión del regreso.
El mito del eterno retorno

"Nada hay tan dulce como la patria y los padres propios, aunque uno tenga en tierra extraña y lejana la mansión más opulenta" (Homero)
La última de las nostalgias que estamos observando tiene mucho que ver con la idea del regreso a casa. Es la nostalgia de los griegos convertida en mito a través de la figura de Ulises, en su larga travesía de retorno a Ítaca. Vivir puede asemejarse a un largo viaje, lleno de aventuras, de infortunios, de alegrías, tristezas, azares y desesperanzas. Sin embargo, detrás de cada envite, de cada puerto visitado, de cada amor entretenido, persiste la nostalgia de volver al hogar. Uno anda buscando siempre la manera de regresar a casa, como símbolo del encuentro con la propia paz interior.
A menudo esa paz también se encuentra en el regreso a los contextos que nos construyeron durante la infancia y la adolescencia. En ese sentido, los pueblos, sus gentes, sus calles, sus entornos, configuran una trama de paisajes, olores, fotogramas y secuencias de nuestras andaduras ancladas en nuestro sistema emocional. Mucha gente, cuando llega la hora del retiro del mundanal ruido prefiere regresar a sus lugares de origen y reencontrarse con esas viejas emociones, cerrando así el círculo de la existencia. También nuestras almas encuentran reposo en la serenidad, como nostalgia de aquel lugar eterno al que regresaremos algún día. Por eso Luc Ferry, el filósofo francés, etiqueta de cosmológica este tipo de añoranza.
El yo que ya no existe

"Deberíamos utilizar el pasado como trampolín y no como sofá" (Harold McMillan)
¿Qué función puede tener entonces la nostalgia? Sin duda, acordarnos de aquel que fuimos y poder observar al que somos ahora. El sentimiento de añoranza no deja de ser una pérdida por un yo que existió. Forma parte de nuestra historia personal y a veces se entromete en nuestra cotidianidad para que le hagamos un espacio. No obstante, al momento siguiente regresamos de nuevo al ahora, a nuestro yo actual, que puede admirar serenamente cómo la vida es puro movimiento.
En la línea de Heidegger, el ser humano concreto se experimenta como urgido a renovar, de un modo dramático y liberador, un pasado más o menos nostálgico o privilegiado con el fin de ir asumiendo más lúcidamente su futuro, individual o colectivo.
También lo reflexiona Manuel Cruz, catedrático de la Universidad de Barcelona, cuando pregunta: ¿Qué sentido podría tener la nostalgia por un pasado que atribuiríamos a un yo diferente del actual? ¿O la melancolía por lo que pudo haber sido y no fue... de otro? ¿Tendría más sentido la ilusión por lo que pueda esperarle a alguien que tal vez ni siquiera sea yo mismo? Una vez más, andamos al encuentro de nuestro ser en el tiempo. Debemos interrogarnos sobre el sentido de la identidad, el ritmo de la vida y qué hacer con nuestro pasado. Lo cierto es que no descansamos en paz, hasta poder diluirlo en el flujo de la existencia.

Integrar los recuerdos
Libros
- 'La ignorancia'. Milan Kundera. Tusquets Editores.
- 'La sabiduría de los mitos'. Luc Ferry. Taurus.
- 'Amo, luego existo'. Manuel Cruz. Espasa Libros (premio Ensayo 2010).

Películas
- 'El paciente inglés', de Anthony Minghella. 1996.
- 'Memorias de África', de Sydney Pollack. 1985.
- '2046', de Wong Kar-Wai. 2004.

¿De qué se nutre la nostalgia?
"Uno evoca dulzuras
cielos atormentados
tormentas celestiales
escándalos sin ruido
paciencias estiradas
árboles en el viento
oprobios prescindibles
bellezas del mercado
cánticos y alborotos

10 de abril de 2011

Prisioneros de la seguridad


No se nos da bien convivir con la incertidumbre. Por eso tratamos de llevar una vida planificada y, en principio, carente de riesgo y segura. Es hora de entrenar los músculos de la confianza y el coraje.
Cuando vivimos influenciados por el modelo de pensamiento actual, la mayoría de seres humanos solemos compartir una misma aspiración: tener el control absoluto sobre nuestra existencia. En general, queremos que las cosas sean como deseamos y esperamos. Y al pretender que la realidad se adapte constantemente a nuestras necesidades y expectativas, solemos inquietarnos y frustrarnos cada vez que surgen imprevistos, contratiempos y adversidades.

La raíz del miedo
En una ocasión se le pidió a un filósofo muy respetado que explicara cuál era el mayor obstáculo que un ser humano tenía que superar para vencer sus miedos: "El mayor obstáculo siempre es uno mismo". El filósofo aseguró que un perro se lo había enseñado: "Paseando por la orilla de un río vi a un perro que se moría de sed. El animal apenas se atrevía a acercarse al agua, pues cada vez que lo hacía confundía su propio reflejo con el de otro animal. Tenía tanto miedo a ser atacado que no paraba de ladrar y permanecía a metros de la orilla. Sin embargo, tal era su sed que finalmente se lanzó al agua. Y el otro perro, que era su obstáculo, desapareció. Y así fue como, al enfrentarse a su supuesto enemigo, aquel perro se venció a sí mismo."

"Si la seguridad externa es una ilusión, nos estamos aferrando a una vida esclavizante a cambio de una falsa estabilidad"

"El reto es confiar en nuestra capacidad de dar respuestas a las diferentes situaciones que vayan surgiendo por el camino"

De ahí que nos guste crear y preservar nuestra propia rutina, intentando, en la medida de lo posible, no salirnos del guión preestablecido. Estudiamos una carrera universitaria que nos garantice "salidas profesionales". Trabajamos para una empresa que nos haga un "contrato indefinido". Nos esposamos a una persona a través del "matrimonio". Solicitamos una "hipoteca" al banco para comprar y tener un piso en "propiedad". Y más tarde, un "plan de pensiones" para no tener que preocuparnos cuando llegue el día de nuestra "jubilación". En definitiva, solemos seguir al pie de la letra todo lo que nos dice el sistema que hagamos para llevar una vida normal. Es decir, completamente planificada y, en principio, carente de riesgo y segura.

Así, con cada decisión que tomamos anhelamos tener la certeza de que se trata de la elección correcta, previniéndonos de cometer fallos y errores.

Sin embargo, este tipo de comportamiento pone de manifiesto que, en general, nos sentimos profundamente indefensos e inseguros. Y esto, a su vez, revela que no sabemos convivir con la incertidumbre que es inherente a nuestra existencia. Paradójicamente, si bien tratar de tener el control nos genera tensión, soltarlo nos produce todavía más ansiedad. De ahí que muchos estemos atrapados en esta disyuntiva que llega a ser desagradable.

LA SEGURIDAD ES UNA ILUSIÓN
"El cielo es azul, el mar es salado y la vida es incierta" (Amado Nervo)
Cuanto más inseguros nos sentimos por dentro, más tiempo, dinero y energía invertimos en asegurar nuestras circunstancias externas, incluyendo, en primer lugar, nuestra propia supervivencia física. No en vano, la mayoría de nosotros siente un profundo temor a la muerte. Nos incomoda tanto saber que tarde o temprano vamos a morir que se ha convertido en un tema tabú para la sociedad. Aunque cada día fallezcan decenas de miles de personas en todo el mundo, simplemente negamos la posibilidad de que nos toque el turno, tanto a nosotros como a alguno de nuestros seres más cercanos y queridos.

Es interesante señalar que en muchas ocasiones experimentamos miedo sin ser amenazados por ningún peligro real e inminente. A esta actitud se la denomina "pre-ocupación". Eso sí, para justificar y mantener nuestro temor solemos inventarnos dichos escenarios conflictivos por medio de nuestro constante pesimismo. De esta manera, la inseguridad se ha convertido en uno de los cimientos psicológicos sobre los que hemos construido la sociedad contemporánea. De ahí que la "seguridad nacional" sea uno de los conceptos más utilizados por los dirigentes políticos. Estamos siendo testigos de cómo en el nombre de la seguridad se están recortando y reduciendo nuestros derechos y libertades. Y por más rimbombantes que sean las explicaciones oficiales, la ecuación es bien simple: cuanta más seguridad, más esclavitud.

El quid de la cuestión es que dado que la seguridad externa es una ilusión psicológica, nos estamos aferrando a un estilo de vida esclavizante a cambio de una falsa sensación de estabilidad y protección. No en vano, "llevar una vida segura" es un oxímoron. Es decir, una contradicción en sí misma. Principalmente porque es imposible saber lo que nos va a ocurrir mañana, y mucho menos tener garantías absolutas de que nuestro "plan existencial" va a desarrollarse tal y como lo hemos diseñado.

MIEDO A LA LIBERTAD
"Solo vencen el miedo aquellos que se atreven a escuchar a su corazón" (Martin Luther King)
Por más que nos resistamos a verlo, comprenderlo y aceptarlo, la búsqueda de seguridad externa es, en esencia, una batalla de antemano perdida. Es como si pretendiéramos vivir eternamente, creando una infinita reserva de oxígeno dejando de respirar. Por medio de esta conducta tan irracional lo único que conseguiríamos sería asfixiarnos. Lo mismo nos ocurre cuando nos esforzamos en encerrar el misterio de la vida -cuyo devenir es absolutamente imprevisible e inseguro- dentro de una caja de certezas.

Lo cierto es que la palabra "seguridad" tiene como raíz etimológica el vocablo latino securitas, que significa "sin temor ni preocupación". Es decir, que la verdadera seguridad no está relacionada con nuestras circunstancias externas, las cuales están regidas por leyes naturales que nos son imposibles de gobernar y controlar. Se trata, más bien, de un estado emocional interno que nos permite vivir sin miedo, liberándonos de la obsesión por pensar en potenciales amenazas y peligros futuros.

En el fondo, todas las decisiones personales, familiares y profesionales que tomamos para gozar de mayor seguridad revelan una verdad muy incómoda: muchos de nosotros no somos (ni queremos ser) responsables ni dueños de nuestra vida. Esencialmente porque tenemos muchísimo miedo a la libertad, pues esta implica abrazar la incertidumbre y la inseguridad inherentes a la existencia.

Para trascender la inseguridad y el miedo es importante que redefinamos conscientemente cuáles son nuestros "valores". Es decir, "la brújula interior que nos permite tomar decisiones alineadas con nuestra verdadera esencia". Lo cierto es que cuando vivimos sin saber quiénes somos, qué es lo que valoramos y hacia dónde nos dirigimos, solemos funcionar con el piloto automático puesto, siguiendo los dictados de nuestro instinto de supervivencia emocional. Esta es la razón por la que muchos de nosotros tenemos la sensación de vagar por la vida como boyas a la deriva. Y es precisamente esta desorientación la que nos conecta, nuevamente, con nuestros temores, carencias e inseguridades.

En cambio, en la medida que nos conocemos a nosotros mismos y decidimos libre y voluntariamente qué nos importa en la vida, tarde o temprano encontramos el sentido que le queremos dar a nuestra existencia. Además, cuanto más sólidos son nuestros valores, más fácil nos es tomar decisiones que nos permitan dirigirnos en la dirección que hemos escogido. Gracias a esta seguridad interna, nos convertimos en nuestro propio faro. En este punto del camino cabe preguntarse: ¿qué decisiones y acciones hemos tomado últimamente que demuestran que confiamos en nosotros mismos y en la vida? Si nos atrevemos a seguir nuestra intuición, ¿qué es lo peor que puede pasarnos? Y en caso de que sucediera eso que tanto tememos, ¿qué podríamos aprender?

Con cada decisión que tomamos vamos entrenando los músculos de la confianza y la valentía. Así es como el miedo va desapareciendo de nuestro organismo. Y al confiar en nosotros mismos, finalmente comprendemos que la vida no suele darnos lo que queremos, pero siempre lo que necesitamos para aprender. Para verificar esta afirmación basta con echar un vistazo a nuestra historia personal. Si de verdad hemos entrenado el músculo de la responsabilidad, corroboramos que las experiencias que han formado parte de nuestro pasado han sido las que hemos necesitado para crecer y evolucionar. Es decir, para convertirnos en el ser humano que somos en el momento presente.

TENER FE EN LA VIDA
"La confianza surge de forma natural cuando descubres el propósito de tu vida" (Joan Antoni Melé)
La confianza también nos permite, finalmente, abrazar la inseguridad inherente a la existencia, cultivando así una relación de amistad con la vida. Más que nada porque la única certeza que tenemos es que la incertidumbre solo desaparece con nuestra muerte. Y que hasta que ese día llegue estamos condenados a tomar decisiones. Dado que no podemos prever lo que va a sucedernos mañana, el reto consiste en girar 180 grados nuestro foco de atención, aprendiendo a confiar en nuestra capacidad de dar respuesta a las diferentes situaciones que vayan surgiendo por el camino.

Como consecuencia directa de esta confianza vital, empezamos a "tener fe en la vida". Y esta no tiene nada que ver con ninguna creencia religiosa. Se trata más bien de "intuir que en el futuro va a seguir sucediéndonos exactamente lo que necesitamos para seguir evolucionando y madurando como seres humanos". De esta manera, comenzamos a ver e interpretar nuestras circunstancias de una forma más optimista, constructiva y eficiente. E incluso a salir de nuestra zona de comodidad, arriesgándonos a tomar decisiones y acciones que nos permitan seguir nuestro propio sendero. Así, gracias a la confianza podemos ser libres. Y la libertad nos brinda la oportunidad de ser auténticos, siendo fieles a nuestra intuición. Además, si no confiamos en nosotros mismos, ¿quién va a hacerlo? Si no tenemos fe en la vida, ¿quién sale perdiendo?

BORJA VILASECA
Publicado en El País, 10/04/2011

3 de abril de 2011

¿Sufrir es inevitable?


Aunque crea malestar, muchas personas pueden convertirse en adictas al sufrimiento. La mejor opción es no temer a mirar en uno mismo, aceptar los cambios y poder observar desde el desapego para tener una perspectiva clara que ayude a ver la dirección correcta.

El dolor y el placer nos impulsan a la acción, al deseo y al cambio. Ambos pueden crear adicción. El dolor lo sentimos en el cuerpo. A nivel emocional y mental experimentamos sufrimiento. Un sufrir que surge en la mente por pensar negativamente de uno mismo, de los demás y de la vida misma, viviendo con rabia, en la frustración y sumergido en las quejas.

"El dolor viene como una señal, para informarnos de que algo se ha desviado de la normalidad y requiere de nuestra atención"

"Hay personas que se aíslan en su tristeza. En el fondo quieren cariño y ayuda. Pero se encierran dificultando ese apoyo"

Cuando uno se vuelve adicto a estas formas de sufrir llega a identificarse con ellas. Intentar superarlas puede sentirse como una amenaza hacia su propia identidad. No se ve a sí mismo dejando de sufrir. Muchas personas no quieren o no saben cómo salir de ese estado.

Hay personas que se aíslan en su tristeza y dolor. Exclaman: "No me entiendes". Se separan de las personas que pueden ayudarle. En el fondo quieren su cariño y ayuda. Pero se encierran dificultando e incluso impidiéndose ese apoyo. Quieren ayuda, pero bloquean la posibilidad de aceptarla. Estas emociones negativas se transforman en rasgos comunes del paisaje de nuestra vida cotidiana. Rechazamos la idea de eliminarlos, con la creencia de que es natural sufrir y que eso es la realidad, y somos incapaces de imaginar la vida sin nuestra dosis diaria de negatividad y de adrenalina.

SIN MIEDO
"Dile a tu corazón que el miedo a sufrir es peor que el sufrimiento mismo" (Paulo Coelho)
Impartí un curso de pensamiento positivo y meditación a un joven entusiasmado con sus aprendizajes en clase. Su madre, al verle tan satisfecho, también se apuntó. En pocas sesiones se sentía mucho más tranquila. Aun así, decidió dejar de meditar y abandonó el curso a medias porque estaba dejando de sufrir y de tener miedo por lo que les podía pasar a sus siete hijos. La meditación estaba despertando en ella un amor libre de miedos que le provocó un choque interno: creía que amar a alguien es sufrir por él.

En nombre del amor sufrimos. En vez de amar desde un espacio de libertad, intentamos ayudar desde la preocupación y el miedo, y así agobiamos, controlamos y dependemos. No dejamos ser.

Cuando hay demasiado dolor no podemos asentarnos en nuestro poder verdadero y experimentar nuestra energía de amor. El miedo al amor y a la grandeza de lo que puede conseguir con su poder le impide levantarse para recuperar su potencial. Tememos nuestra grandeza, y este miedo nos mantiene en un estado restringido y doloroso. Solo el poder del amor verdadero puede ayudarnos a sacar el sufrimiento reprimido del subconsciente a la conciencia consciente. El amor no se aferra a las cosas: libera el pasado y desbloquea la energía.

SOLO SI LO PERMITE
"Nadie puede herirte sin tu consentimiento" (Eleanor Roosevelt)
Lo que nos daña, mucho más que lo que nos ocurre, es nuestro consentimiento a lo que nos sucede. Nadie le puede herir, excepto si usted lo permite. ¿Cómo lo permite? Siendo una aspiradora que hace suyo todo lo del otro, lo bueno y lo malo. Sus expectativas y su insatisfacción constante le llevan a esperar del otro. Y esto le abre a sufrir, sus deseos se multiplican y permanece el vacío interior.

Revise sus expectativas, sus deseos, sus proyecciones, y entre en su silencio interior para aprender a soltar. Abra su corazón y deje que salga el dolor. No lo necesita. No lo justifique. No acumule más sufrimientos.

Un estado emocional, mental y espiritual sano rebosa de paz, amor y bienestar. El estado normal del cuerpo es de salud. Cuando enferma, siente malestar y/o dolor. El dolor viene como una señal, para informarnos de que algo se ha desviado de la normalidad y requiere de nuestra atención. Por tanto, aunque pueda parecer que el dolor causa sufrimiento, la paradoja es que está sirviendo como una señal para prevenir complicaciones mayores y para que pueda dar tratamiento inmediato al mal.

El sufrimiento es un mensajero. Nos señala que tenemos los ojos cerrados frente a nuestra verdadera naturaleza espiritual. Lo que ocurre es que en lugar de escuchar, con frecuencia tapamos y negamos que el problema existe o lo justificamos, con lo que no permitimos que se disuelva. Lo importante es percibir que se puede convertir en un estímulo para la transformación.

Cuando sufrimos, buscamos el origen del malestar. Pero la tendencia es buscar culpables fuera de nosotros. Para sanar el dolor hemos de ir hacia el interior. Solo así nos daremos cuenta de que quizá las causas están en nuestra manera repetitiva de pensar, en nuestras actitudes defensivas o en nuestra incomprensión de nuestras relaciones y del mundo que nos rodea. Aceptar y tolerar nos sana, y una parte consiste en ver el sufrimiento como un proceso de aprendizaje. Tolerar no es aguantar, sino comprender y amar. Desde ahí crece la compasión.

LA MENTE COMO CALMANTE
"El sufrimiento deriva del apego" (Julio César)
El dolor físico, emocional o mental invita a incrementar el poder interior y a desapegarte. En el dolor físico, el aprendizaje del desapego facilita soltar el "nudo" y calmar la sensación de dolor. Este entrenamiento empieza por concentrar la energía en el interior del centro de la frente, detrás de los ojos, tener pensamientos de paz y desde este punto, considerado como el tercer ojo, irradiar rayos pacíficos por todo el cuerpo. Después de enfocar la energía en el centro de la frente, te desapegas del cuerpo, te centras en crear paz. Con tu mente calmas el dolor.

La solución espiritual es impedir que aparezcan las emociones que nos llevan al sufrimiento extrayendo del núcleo de nuestra conciencia cualidades de amor y paz, empleándolas en pensamientos y actitudes con motivación de entrega dirigidas al mundo que nos rodea. Se trata de concentrarnos en nuestras cualidades positivas naturales y no obsesionarse ni dar espacio a las negativas para que estas se vayan disolviendo.

Cuando vive una situación que le está provocando dolor, estabilícese entrando en el silencio. Observe de dónde viene ese dolor para soltarlo. La respuesta suele estar relacionada con la forma en que los demás actúan con usted. Sus deseos y expectativas le atrapan en el dolor. No acepta lo que es tal como es.

En situaciones de relaciones o circunstancias difíciles, la práctica del desapego reduce e incluso termina con el dolor. Puede estar involucrado cuando las cuerdas emocionales están enredadas o en manos de otro. O bien puede ser un observador desapegado con una perspectiva clara que le ayude a dar los pasos necesarios en la dirección correcta, la que le desenreda emocionalmente y clarifica su mente. Si está atrapado emocionalmente, el sufrimiento permanece y el dolor crece, provocándole amargura y malestar. Reacciona desde la angustia en vez de la compasión.
 
En silencio, con desapego, verá con claridad cómo en algunos casos ha sido su ego el que se ha dolido. El ego y el apego crean ataduras e imposiciones hacia otros, le coaccionan a actuar en contra de sus valores y le quitan libertad. Es necesario darse cuenta y aceptar la causa para pasar a fortalecer su poder de transformarlo. Para disolverlo se puede involucrar en acciones elevadas, sirviendo o cuidando a otros. En vez de sentir el dolor como un martirio, veamos cómo nos invita a escuchar su llamada; a comprender con aceptación, tolerancia y compasión; a soltar y a desapegarnos; a amar con libertad dejando ser y hacer sin expectativas; a ser solidarios y a servir al prójimo.

MIRIAM SUBIRANA 
Tomado de El País, 03/04/2011